Todas pasaron por donde estamos nosotros, todas. La de Granada, la de Huelva, la de Cádiz… hasta la de Sevilla, por supuesto. Lo que pasa es que eran otros tiempos. Otros siglos. Podríamos aceptarlo y adaptarnos a la situación que nos rodea, conscientes de qué papel tenemos o hemos de tener ante tales sutilezas del destino. Pero eso, supongo, es aún demasiado complejo. Es más sencillo tomar otras actitudes, creernos lo que no somos y actuar en consecuencia. Para los cofrades de Almería es más sencillo echarle la culpa a lo que no la tiene. Echarle la culpa, por ejemplo, a que este pueblo nunca fue muy de ir a misa, por ejemplo. Que esto de la Semana Santa nunca fue una tradición muy arraigada. Echando balones fuera, como de costumbre. Y yo, metiéndome en unos berenjenales de no te menees, me dispongo a intentar explicar, si el tiempo no lo impide, cómo veo yo todo este asunto.
Pienso yo que también es hermoso tener una Semana Santa en ebullición, como la nuestra. Tenerla tan al alcance de la mano como nosotros queramos, para amarla y enriquecerla a nuestro gusto. Moldearla a nuestro antojo, hacerla a nuestra manera para que, dentro de décadas o siglos, sea la Semana Santa (o la Hermandad de cada uno) que habíamos soñado. En esas ciudades que nombré antes también hubo una época en la que un martillo lo cogía cualquiera —ahora sigue pasando, pero según qué Hermandad y qué martillo—, también volvían de recogía las hermandades sin un alma en la calle —las mismas calles en las que hoy algunos se pelean por estar—, o era relativamente sencillo ser nazareno del último tramo, acólito o patero. Hoy, en la mayoría de los casos, todos esos puestos que consideramos de privilegio están cerrados a círculos muy allegados a cada Hermandad o a familias que colaboran con la misma. Hay personas que se pasan toda una vida esperando para ser, por ejemplo, acólito turiferario del Abuelo de Jaén. Y es que a veces nos creemos que siempre todo ha sido como nosotros hemos venido a conocerlo. Pero no siempre fue así. También hubo pasos sin acabar, malas cuadrillas, cortejos casi sin nazarenos o armaos de la Macarena hechos un corrillo y fumando, con cuatro gatos en la calle y con las plumas mustias.
Si todo eso lo entendiéramos, si cayésemos en la cuenta. Si consiguiéramos saber que somos unos privilegiados en lugar de los marginados de Andalucía qué distinta sería la historia. Estoy cansado ya de oír: es que mira Granada qué bordaos y mira los nuestros… es que mira Córdoba qué cuadrillas y mira las nuestras… es que mira Cádiz qué bandas y mira las nuestras… Ay, si supiésemos que quizás ellos ahora tienen que tragar con absurdas tradiciones —no hablo de cortejos— de las que nosotros no tenemos ni que oír hablar porque precisamente somos nosotros quienes las vamos a fraguar. Tenemos los bolillos y el hilo para encaje. Tenemos una Comunidad Autónoma completa como libro de instrucciones sobre lo que se puede, lo que no se puede, lo que se debe y lo que no se debe hacer. Y en lugar de ser guiados y mimados, en lugar de dejarnos orientar, como la abuela que enseña a su nieta el bello arte del trenzado de hebras de lino, lo intentamos por nuestros propios medios e impotentes nos peleamos con el hilo y los bolillos porque somos incapaces de saber utilizarlos.
Tenemos el privilegio de una Semana Santa casi virgen. La nuestra no es una Semana Santa en cautividad, intocable tras las rejas que fraguaron los años y las canas de los mayores. Olvidémonos del manido victimismo en el que parece un delito ser cofrade de Almería. Porque la nuestra está viva, porque podemos acercarnos y acariciarla, mirarla y entenderla para luego poder ordenarla y disponerla como ella quiera, sin obligarla a nada. Y por eso la quiero. Porque nos guste o no es nuestra hija. Y porque ya es hora de que aprendamos a educarla.
Álvaro Blanes Pérez
